La figura de una mujer con un vestido rojo apareció tras la cortina de humo. En sus pupilas dilatadas sólo se podía ver reflejado las luces de las farolas. Pero ella me había visto y no había nadie más en el callejón. Así que corrí detrás de ella sin pensarlo, como en una película de cine negro en las que una sombra persigue a la chica y ésta huye, mirando todo el tiempo hacia atrás, con paso acelerado. Hasta que al final se le rompe un tacón y tropieza, y al final la silueta del perseguidor aparece desde la lejanía, acercándose poco a poco, como un cazador tanteando a su presa. Yo le dije que no tenía de qué asustarse. No estaba allí para hacerle daño. Solo vengo a avisarte, a decirte que todo va a salir bien, a contarte un secreto, a salvarte, a decirte que no vayas tan lejos para rendirte tan pronto. Pero ella no quiso oírme y puso cara de perro. El muro se desvaneció y el callejón sin salida era ahora un laberinto con tres finales distintos. Ella eligió la opción más fácil, como siempre, y no tuve más remedio que ir tras ella, como Alicia en busca del eterno conejo blanco. No me gusta decir que he perdido, y menos cuando pienso que podría haber ganado, por eso puedo afirmar que en ningún momento me rendí, ni fracasé en su búsqueda.
Memorias IX
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