martes, 29 de diciembre de 2009

543

543

Dos horas antes de que comience el partido el estadio está vacío, suena Born in the USA y como el día se apaga, los focos comienzan a encenderse. Solo estamos nosotros, cómodos hombres de amarillo esperando y viendo como brilla el césped recién regado. El viento se me cuela por la espalda, me aprendo los asientos de memoria y me distraigo observando los edificios más altos de la ciudad. La gente empieza a llegar y a ocupar sus asientos con caras de desilusión. Empieza a llover cuando un aturdido speaker presenta a la banda musical que, dando vueltas al campo, intenta animar al público. Salta el portero al terreno de juego para calentar y se escucha una mezcla de silbidos y aplausos. Esta afición no es como las demás. Se le puede tachar de todo menos de conformista. Nunca contenta, siempre dispuesta. Mestalla es un hormiguero hirviendo a punto de explotar. Falta la chispa que encienda la mecha: los primeros abucheos, el humo de los primeros puros del partido, el griterío afónico de los turistas, los aullidos de la afición visitante que se convierten más tarde en cánticos desesperados contra la hinchada local, que corea los nombres de Villa, Silva y Mata, tridente letal, para intentar despertarlos. El Valencia recibe un gol y yo me escondo avergonzado tras la puerta, suspiro desolado, saludo a la chica de la cafetería y bajo las escaleras hacia el baño. Me quedo mirando la Avenida de Aragón desde lo alto de Mestalla, los coches mal aparcados invaden la calle vacía. Los murciélagos acechan la noche, cansados, se ocultan tras las sombras del estadio y esperan su momento para echar a volar, en busca de su presa. Pero el ruido viene de dentro. Un segundo gol. La gente se trastorna, los fanáticos se vuelven locos y yo tengo que subir a controlar, a poner un poco de orden. Así que subo de nuevo por las escaleras a mi vomitorio, al vomitorio número 543.


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