viernes, 13 de mayo de 2011

Músicos de Carretera: Bob Dylan


Yo sólo soy Bob Dylan cuando tengo que ser Bob Dylan. La mayor parte del tiempo quiero ser yo mismo. Bob Dylan nunca piensa sobre Bob Dylan. Yo no pienso en mí mismo como Bob Dylan. Es como dijo Rimbaud: Yo soy el otro.

Yo sigo todavía en la carretera, dirigiéndome hacia otro cruce.

A punto de cumplir setenta años, con más de cuarenta álbumes a sus espaldas y dos mil conciertos caminando el mundo, Robert Allen Zimmerman ha celebrado este mes su cincuenta aniversario sobre los escenarios. Toda una vida on the road desde que decidió un día, hace medio siglo, emigrar a Nueva York para visitar en el hospital a su admirado Woody Guthrie hasta estos días en los que ha podido actuar en China (censurado o no) por primera vez. Mucho ha llovido entre medio. Atrás ha quedado su misterioso accidente de moto, su Rolling Thunder Revue, su conversión efímera al cristianismo, su polémica electrificación y su fracaso matrimonial. Todo ello a través de un mismo camino con dirección propia y sentido único que continúa en su interminable gira Never Ending Tour. Y es que, como dijo Keith Richards, Bob padece el síndrome de la línea blanca, no por la cocaína, sino por su adicción a la carretera. No creo que sepa dónde está su casa.




Positively 4th Street, calle de los cantantes folk en Manhattan, es la réplica de Dylan a las críticas de la comunidad de folkies que lo tachaban de traidor por la electrificación de su música.

Me despierto y soy una persona, y cuando me acuesto sé con seguridad que soy otro.
No sé quién soy la mayor parte del tiempo.

No me identifico con ningún fanático dylanita de esos que aparecen en la road movie de Fernando Merinero, no he escuchado todos sus discos, no conozco todos los retazos de su vida ni soy un devoto de sus relatos, y no le he visto actuar más que una única vez promocionando aceite de oliva en Jaén (curiosamente comprometido) con Quique González como telonero. Así que no creo que pueda aportar más mitos y leyendas sobre su pasado de los que ya existen. Para eso están ahí sus entrevistas, sus crónicas, sus documentales de Scorsese, sus películas y sus biopics. Sin embargo, a pesar de toda esta documentación, sería difícil hacerse una ligera idea de quién es realmente Bob Dylan. Tal vez no lo sepa ni siquiera el propio Zimmerman, que desmiente rumores al mismo tiempo que inventa nuevas historias tan confusas como sus ruedas de prensa. Siempre distante con sus fans y cínico con los periodistas, ha conseguido crear un personaje imprevisible, con una personalidad poliédrica y con tantas versiones que es imposible adivinar quién se esconde tras la máscara. Lo etiquetaron de poeta maldito, de profeta de una generación perdida, de traidor al folk y de estrella del rock. Pero la genialidad de Dylan reside en su capacidad de reinventarse cada día, en su manera de reinterpretar sus canciones de manera diferente en cada uno de sus conciertos y en difuminar su vida de manera desconcertante como si fueran las piezas de un mosaico. Por eso la mejor y la única manera de saber algo sobre el verdadero Bob Dylan es a través de su obra y su legado, porque no hay más verdad que en la mentira que esconden sus canciones.




La interminable Sad Eyed Lady of the Lowlands fue compuesta en el Chelsea Hotel para su mujer de entonces Sarah, y cierra el disco álbum Blonde on Blonde, elegido como uno de los mejores discos de rock de la historia.

Un poema es como una persona desnuda,
pero una canción es algo con vida propia.

Hubo una vez un joven Zimmerman, hijo de una familia de comerciantes judíos, que se escapó de un pueblo minero de Minnesota para tocar folk -entre los números de strip tease- en los cabarets de Colorado. Fue otro cantautor con voz gangosa que tocaba armónica y guitarra, ya influenciado por el blues y escritores como Blake, Rimbaud, Dylan Thomas -del que dicen que adaptó su nombre- y por toda una generación beat, quien abandonó la universidad para interpretar sus canciones en los garitos perdidos del Greenwich Village entre los poetas callejeros, músicos de folk y demás vagabundos que recorrían el barrio bohemio de Nueva York. Fue más tarde un Bob distinto, quien creaba himnos de lucha y canciones protesta en tiempos en los que Martin Luther King luchaba contra la segregación racial y John F. Kennedy se encontraba en la terrible encrucijada entre el Vietnam y la crisis de los misiles de Cuba. Y así fueron también todos los demás disfraces que constituyen el puzzle de las inagotables versiones dylanianas: el que leyó Mexico City Blues junto a junto a Allen Ginsberg en la tumba de Jack Kerouac; el Dylan beatificado que actuó frente al papa en Roma; el que actuó en una película para la que compuso su Knockin’ On Heaven’s Door; el que realizó Blood on Tracks tras la ruptura con su esposa; el que sacó un disco de villancicos; y el que dijo Cualquier cosa que pueda cantar lo llamo canción; cualquier cosa que no pueda cantar, lo llamo poema; y aquello que no puedo cantar o que es demasiado largo para ser un poema, lo llamo novela.

El poder cesa en el instante del reposo, según Emerson. Reside en el momento de transición del pasado a un nuevo estado. Esta es la razón por la que la mejor obra de Robert Zimmerman sigue siendo Bob Dylan. En ninguna parte más que en el propio Dylan, incesante a su modo, se hace visible su necesidad de expresión y constante evolución que le conducen a la duda musical y temática. El que no está ocupado naciendo, está ocupado muriendo.

"El pasado no me interesa y el mañana a lo mejor no existe.

Cada vez que despierto es siempre presente".

Bob Dylan, 1961.



2 comentarios:

  1. El viajero, al llegar al umbral de lo desconocido, decide. Luego de la duda final avanza hacia el centro mismo de otredad.

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  2. "El poder cesa en el instante del reposo, según Emerson. Reside en el momento de transición del pasado a un nuevo estado. Esta es la razón por la que la mejor obra de Robert Zimmerman sigue siendo Bob Dylan."
    Massa bro. Los vìdeos son òtimos.

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