jueves, 6 de enero de 2011

Cuando Éramos Reyes I


Es la historia contada desde el compañerismo y que transmite religiosidad, o reverencia religiosa acerca de la vida real, en este mundo real en el cual la literatura debería reflejarse. (…) En otras palabras, las historias inventadas y las novelas rosas sobre lo que pasaría SI… son para niños y adultos cretinos que temen reconocerse en un libro igual que temen mirarse al espejo cuando están enfermos o heridos o resacados o locos.

Jack Kerouac. Sartori en París.

Pamplona, Julio de 2007


Todo es cuestión de principios. Por aquel entonces el nuestro era vagabundear por las calles en busca de problemas. Se podía resumir en una sola imagen: Éramos ocho clochards desamparados en medio de ninguna parte, esparcidos a lo largo de una plaza que aún estaba sufriendo las consecuencias post-concierto mientras las multitudes pernoctaban en los alrededores, abrían sus sacos de dormir o montaban sus tiendas de acampada. Algunos de nosotros nos tapábamos con cartones no-demasiado-húmedos que habíamos encontrado junto a un contenedor para protegernos de la lluvia y de la fría noche pamplonesa. Otros optaban por acurrucarse junto a los demás y calentarse mutuamente. Yo desde el segundo día había cambiado el llamado efecto iglú (que consiste en estirarte la parte de abajo de la camiseta hasta las rodillas cubriéndote así casi todo el cuerpo) por una sudadera roja. Mientras intentábamos descansar, un desconocido con greñas en el pelo, de unos cuarenta años y con aires de haber vivido lo suficiente se acercó a nosotros:

- ¿Alguien quiere fumar coca conmigo en los cuartos de baño?

Mi amigo que estaba a la derecha se levantó, resucitando entre los cartones, y se fue con él a los servicios públicos. Nadie se preocupó demasiado. Al rato aparecieron los dos, saliendo del tenebroso túnel y yéndose animados hacia las luces. Intrigado, me levanté y les seguí hasta un puesto de la feria que todavía estaba abierto. El greñudo le estaba invitando a chocolate caliente a mi amigo, así que me acerqué y probé algunos de los fríos, crujientes y aceitosos churros. Unas gitanas feriantes que estaban sentadas en las sombras, detrás del puesto, empezaron a gritarle cosas no demasiado obvias. Cuando el greñudo empezó a soltarnos un discurso del tipo en la vida lo más importante eres tú, luego tú y al final tú decidimos que ya no resultaba interesante y que no nos podía aportar mucho más. Entonces nos fuimos a la calle que desembocaba a la plaza del Castillo para ver que encontrábamos mientras los demás dormían. Debía de estar amaneciendo porque los bares estaban ya quedándose medio vacíos. Llamamos a nuestro contacto y guardián del equipaje para que nos dejase entrar en su portal pero estaba demasiado ocupado sobando. Al final acabamos durmiendo con los demás. O en un cajero automático.



Nuestra primera casa fue un parque y una cafetería, uno enfrente de la otra. En el parque dormíamos sobre los toboganes o en el césped, mientras que en la cafetería nos dejaban hacer nuestras necesidades a cambio de consumir el desayuno o cualquier cosa para comer. En realidad, nuestra verdadera casa era una consigna con un candado cerrado. Guardamos todo nuestro equipaje el primer día que llegamos y hasta el último no lo pudimos recoger. El anfitrión era un amigo de una amiga de un amigo así que tampoco había mucha confianza. Aún así nos dijo que podíamos ir allí siempre que necesitásemos algo (nunca estaba disponible), ducharnos (nunca nos duchamos) o cambiarnos de ropa (un amigo contrajo tínea pedís por no cambiarse de calcetines). Para economizar el viaje, practicábamos lo que se llama mendicidad inteligente. Recolectábamos paquetes de patatas fritas o hamburguesas inacabadas que la gente dejaba en los macdonales, rebuscábamos entre la basura alguna caja de pizza que contuviese todavía algún pedazo o mirábamos la fecha de caducidad de los productos que tiraban los supermercados antes de hora. Otras veces directamente comprábamos pan y robábamos queso (pequeñas trampas legales). Por las tardes empezábamos a beber cerca de la feria viendo a la gente pasar. Como estábamos en medio de la fiebre del megáfono, nos tocó comprar uno y robar otro. A pesar de la melodía chirriante de Para Elisa, cantar o grabar piropos sutiles a las chicas del tipo ojalá fuera baldosa para verte toda la cosa no tiene precio. Creo que prohibieron el uso de los megáfonos dos semanas después. Por las noches nos empapábamos de alcohol, empezábamos conversaciones con ex-presidiarios o guiris bolingas, recorríamos todas las calles de los pubs, acosábamos a todas las chicas que no se dejasen acosar en las pistas de baile y cuando empezaba a salir el sol, nos íbamos a coger sitio para intentar ver el encierro. Había veces que conseguíamos situarnos en la puerta de la plaza de toros que siempre estaba infectada de extranjeros. Luego regresábamos al parque e intentábamos descansar con el calor del sol. A medida que aumentaba el cansancio y se enfriaba el ambiente, concluimos que era mejor buscar sitios cerrados, como portales o garajes, a pesar de que el suelo es más duro. Una de las últimas noches, empezamos durmiendo en un parking y nos despertamos en la estación de autobuses, pero eso ya es otra historia. El último día, después de recuperar nuestras mochilas, deambulamos un poco por la estación y mientras esperábamos que llegase el autocar estuvimos jugando con una pelota de plástico amarilla que se iba reduciendo exponencialmente con el tiempo y que creo aún sigue viva. Me despedí de mis amigos y me reuní con mi hermano y sus amigos que estaban en algún punto inexacto de la ciudad.



Tardé menos de una hora en encontrarles, ya con sus caras demacradas al igual que la mía aunque ellos tenían un coche para dormir en caliente. Cenamos cerveza con patatas fritas y durante la noche, mientras gorroneábamos sangría a los guiris y hablábamos de fútbol con ellos, mi hermano desapareció quién-sabe-dónde. Vagué un tiempo solitariamente en su búsqueda sin mucho convencimiento y no lo encontré. Con quien sí me topé fue con cuatro bilbaínos que me estuvieron enseñando algunas palabras en euskera sin sentido y juntos tropezamos con un vagabundo borracho que bien podría haber sido presidente de cualquier país. Si Kerouac encontró el sartori (término japonés para la iluminación repentina, despertar repentino o simplemente una patada en el ojo) en un taxista parisino, a mí se me apareció en forma de un profeta gallego, que se autoproclamaba déspota universal y que había recorrido medio mundo buscándose a sí mismo. Tenía una de esas miradas místicas que parecen decir sé algo que tú no sabes.

- A la política le está pasando lo mismo que a las religiones. Con el tiempo todo acabará saliendo a la luz, la gente perderá su fe poco a poco y sólo quedarán los fanáticos que cada vez son más fanáticos. Imos á deriva. La verdadera crisis preocupante que llegará (cf. 2010) no será la económica, sino la cultural derivada en un conformismo social. En el momento en que transformen una cadena de informativos (cf. CNN+) en una de telebasura (cf. GH 24 h) llegaremos a un laberinto sin salida. Ahora que podemos tener toda la información y conocimiento al alcance de la mano (o de un click), que tarde o temprano se terminará (cf. ley Sinde), la gente prefiere pasarse horas delante del televisor abstrayéndose de una realidad que no le corresponde ni necesita. Imos ao carallo. El dinero se puede gastar en necesidad, conocimiento, comodidad o vicios, cada uno es libre de hacer lo que quiera. As gaivotas seguen ao barco porque saben que acabarán caendo sardiñas ao mar. Imos á deriva

Cuando me di la vuelta un momento para situarme, había desaparecido entre la muchedumbre y no lo volví a ver. Callejeé un rato más, ya sin rumbo ni dirección, en busca de cualquier cosa que echarme a la boca pues mi presupuesto se había acabado y la mochila estaba guardada en el coche. También intenté llamar a mi hermano y sus amigos pero la batería de mi teléfono se fundió de un momento a otro. Pedí un móvil y un euro para llamarles pero no daba señal o estaba apagado o perdido en cualquier rincón de Pamplona. Al final de la noche, ya con hambre y sueño, me fijé que un hombre estaba saliendo de un portal, corrí y llegué a tiempo para meter el pie e impedir que se cerrase la puerta. Me colé, llamé al ascensor y subí al último piso. Dormí dos o tres horas en el rellano del ático. Me desperté con dolor en la espalda y recorrí de nuevo los lugares dónde era más probable que les encontrara. Salió el sol y no obtuve ningún resultado. Justo cuando caminaba decidido a robar mi desayuno en el Mercadona, oí unos gritos que procedían de un Opel Astra y vi la cabeza de mi hermano asomándose. En el coche también estaban Dimitri Pilotokov y Pepe Supertramp. - Súbete a bordo que nos vamos a Gijón. -

Independientemente de cómo se viaje, de los atajos que se tomen, del cumplimiento o no de las expectativas, uno siempre acaba aprendiendo algo que termina por editar el pensamiento.




4 comentarios:

  1. Jajajajajajaja... ya ves... Baita risada! En efecto, después de eso nos fuimos a Gijón a un hotelamen en las afueras marcándonos con lujos tipo americana de foi y litronas de sangría amarilla hiperpotente.

    El cuento de nunca acabar... La próxima en Lisboa?

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  2. Cuando la ruta 66 sonaba a juego de niños... Rockstars
    !

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  3. Ni el mismisimo Hemingway lo hubiese descrito mejor!

    Aun con cierta utopia adolescente... un nuevo vooyage para dntro de poco Souto´s team?

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  4. Estoy viendo un cruce de caminos en Lisboa, con un barco llegando desde Brasil, un coche desde Granada y un avión desde Valencia.

    Yo os espero con un Rockstar en la mano.

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