lunes, 30 de agosto de 2010

Memorias XII

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« (…) La gente vive muchos años, pero en realidad está verdaderamente viva sólo cuando consigue hacer aquello para lo que nació. Antes o después no hace otra cosa que esperar y recordar. Pero no está triste cuando espera o recuerda. Parece triste. Pero lo único que ocurre es que está un poco lejos (…) ».

Ultimo Parri. Esta Historia.


Yo siempre quise ser el más valiente de los hombres cobardes, conocer el funcionamiento de cada maldita tuerca de la tierra y comprender como ruedan todas las piezas de este mundo. Así que me puse mi humilde traje de explorador y comencé un pequeño golpe de estado en mi interior. Ya desde pequeño había sido condenado a libertad perpetua y a llevar a rastras la cruz que conlleva ser un prófugo eterno. Mi único miedo entonces era que cuando llegase a viejo sintiese que no había vivido lo suficiente y pensase que el tiempo se me había caído de los bolsillos.

En uno de mis primeros destinos, allá donde la frontera queda más cerca del este que del océano, estuve alojado en la posada Sin Nombre durante los dos primeros días. La noche antes de que decidiese que ya había exprimido casi por completo la ciudad me quedé cenando con unos amigos que estaban debatiendo sobre la evolución del pueblo sudamericano (véase Canto General) y proponiendo planes para salvar el mundo (…). Entendí lo que podía dar de sí cuatro preguntas bien planteadas con cerveza chilena bien fría, podía ver la diferencia que hay entre los que creen sentirse orgullosos por una bandera ahora liberada y los que sufrían antes la vergüenza por haber sido un pueblo opresor, las deudas que se arrastran y llevan continentes al naufragio, potencias mundiales explotadoras que salen a pescar en tiempos de crisis, exportaciones tan innecesarias como las balas e inversiones en negocios ajenos que dejan a países en números rojos, niños que juegan ahora en bosques de cemento y lagos de petróleos, un ex minero y ex presidario de Rancagua que decidió un día probar suerte en la capital, dos bonaerenses de clase media que regresaban de Europa, dos hermanos peruanos defendiendo a los colonialistas españoles, un gringo que estaba más fuera que dentro y un francés preparando la comida. Y detrás de todo eso estaba yo, que permanecía expectante y casi como espectador, escuchando atentamente y con las ideas cada vez más claras. La noche se convirtió en madrugada, pero antes de que llegase la mañana alguien nombró esa ciudad y me vino una imagen en forma de alerta. Antes de que me apareciese esa ciudad en un sueño premonitorio ya estaba deambulando por sus calles y perdiéndome entre toda la maraña de casitas coloreadas desde donde pude ver el mar de nuevo. Como marinero terrestre subí antes de que amaneciese a bordo de un barco en forma de colectivo rumbo a Valparaíso.

Días más tarde recordaría esa cena que llamaron histórica mientras cambiaba de país y cruzaba los Andes sin abrigo, esperando a que el maletero cobrase la propina por haber vuelto a subir el equipaje en la combi después de que los perros olfateasen unas cuantas. Muerto de frío por no pagar cuatro lucas y con sueño por querer ahorrarme veinte más, intuía que estaba más a medio camino que cuando había llegado a la mitad. (…) Me asomé a la puerta antes de que arrancase la furgoneta y aprecié la perfecta silueta de un cerro cubierto de nieve y la belleza desmoronándose en unos labios sangrantes.


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