De su botella vacía salieron ranas naranjas con manchas negras y marrones que no le dejaban dormir. Le enseñaban un camino, pero él nunca se atrevió a viajar.
PARTE II
El poeta desafía al cielo en el aeropuerto. Adquiere mentiras y respuestas, pero desconoce el paraíso. Vio la cara a la miseria y la reconoció, pero no quiso hablarle, así que se escondió tras el Sol. Los aviones le persiguen mientras se da cuenta de que nunca ha pertenecido a nada, a nadie, ni a ningún lugar. Preocupado y desanimado, en una servilleta de papel dejará grabadas sus últimas divagaciones.
Las vidas se entrecruzan unas con otras en la sala de espera. Faros sin luz, siluetas con terror, sombras desesperanzadas que siguen hipnotizadas caminos sin dirección. La gente hace cola para comprar perfumes y tabaco libres de impuestos, los niños se abstraen con luces de neón de la realidad que les espera, y los aviones vuelan sin descanso, uno tras otro, fugaces como estrellas de Asuán. Todo resulta absurdo aquí, azafatas frustradas, recepcionistas ausentes, compañías destrozadas, aterrizajes pendientes, pasajeros con prisa, pasajeros suicidas, y las melodías en la terminal, que casi siempre terminan mal. Pero el día se va sin despedirse y el tiempo está yéndose con él.
Así que se levanta de su asiento resignado y escucha el último aviso para escapar, para salvarse, y lo siente, siente el suspiro, el alivio, al saber que en tan solo diez minutos tendrá la oportunidad de abrazar a la libertad de nuevo, aprisionarla y hacerla suya, y lo reconoce, reconoce que siempre había querido marcharse y viajar, viajar bien lejos, sin saber cuándo, dónde y por qué, porque al final lo único que importa es que hay que huir y correr sin mirar atrás hasta llegar al final del abismo.
Última llamada para el vuelo con destino a ninguna parte
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